Años atrás, un amigo bibliotecario con interés en escribir disparó de la nada, durante nuestra habitual charla de café que dejábamos para la tarde del viernes: “Oye, ¿de dónde sacas las ideas para escribir?”.
Respondí muy tranquilo que, a mi ver, las ideas abundan. Descontando los regalos ocasionales de las musas (agradecidos, por cierto), no se requieren fórmulas mágicas para dar con algo. Mencioné a Frank Herbert, quien se involucró tanto en el encargo para redactar una nota sobre las dunas de arena en Oregon que acabó trazando su monumental novela Dune; y también al mangaka Go Nagai, cuyo Mazinger-Z surgió cuando – atrapado en medio del tráfico – deseó que su automóvil tuviera extremidades para conducirlo fuera de ahí.
“Hay que prestar atención y también ser persistente”, concluí. Pero mi amigo no se vio muy convencido, así que cambiamos el tema.
Formalmente, la última década que he dedicado a escribir se desglosa en diez novelas gráficas, tres monográficos en grapa, un relato ilustrado y tres ensayos. Un catálogo que añade prólogos, artículos varios y media docena de guiones que deberían publicarse entre este y el año siguiente; cada proyecto demandó tiempo, esfuerzo y mucha paciencia, en el que la versión final es – como sabe cualquier trabajador creativo – apenas la conclusión del proceso, recompensas aparte.
Sigo manteniéndolo: Todos nos topamos en algún momento con cierta ocurrencia o concepto que podría funcionar como cuento, novela o guion. Muchos incluso reaccionan ante una película o nueva serie en la TV apuntando a la pantalla mientras dicen “a mí se me ocurrió lo mismo… años atrás” (frase que suele provocar un incómodo silencio).
Y es que, en mi opinión, el problema no son tanto la ideas. Las ideas están ahí, el problema es llevarlas a cabo.
Pierde una Jugada
Puede tratarse de habilidad, motivación, que la vida misma se complique o el mero desgano en llevarlo más allá. El camino de cualquier proyecto – común entre quienes abordamos la escritura – tiene un largo tramo desde su chispa inicial, asolado por factores externos y donde no faltan las partidas en falso, haciendo que las semanas del calendario pasen a ser meses y el entusiasmo muchas veces se diluya hasta desterrar el manuscrito a algún cajón o peor aún: terminar apurando el resultado por compromiso; todo para cerrar una página o renglón que un tercero pasará en breves segundos…
Si aquello finalmente merece o no la pena, es una estimación subjetiva, resuelta por las metas de cada quien. Pero ninguna dificultad referida se aclara del todo acudiendo a la vetusta “guía oficial” de cierta editorial o aferrándose a la estructura mecánica de guion que una generación validó por ser el único esquema a mano; existe más de un modo para abordar una historieta, en cuanto a experiencia creativa, y solemos confundir las herramientas con las instrucciones descuidando lo más importante: por qué escribimos historietas.
En su excelente texto, Understanting Comics: The Invisible Art (1993), el historietista e investigador Scott McCloud señala que todo tipo de creación, en cualquier medio, sigue un cierto camino:
1. Idea: Lo que impulsa a la obra.
2. Forma: El formato que tendrá dicha idea al desarrollarse.
3. Estilo: Tema, género, vocabulario que presenta.
4. Estructura: Recopilación que decide qué incluir y cómo componer dicho trabajo.
5. Destreza: Construir la obra según el oficio y habilidad de quien la realiza.
6. Superficie: Los valores que exhibe dicho producto, una vez terminado.
No se trata, por supuesto, de una línea permanente ni forzosa. Aquel aspecto que se imponga definirá los pasos que debe seguir el creador, ya sea como herramienta primaria u orientándolo tal vez a la investigación de material previo, pudiendo siempre desplazarse a otros aspectos de dicha vía. Nuevamente: No existen razones para amoldarse a esquemas ajenos per se.
¿Dónde reside la dificultad, entonces? Precisamente, en cómo proceder. Porque la idea surge en respuesta a una inquietud, pero acarrea a su vez dudas sobre la forma como buscamos desarrollarla, difundirla y cuál será la reacción de nuestra potencial audiencia; el propósito inicialmente claro empieza a sumar obstáculos, restando atractivo al plan. Cuántas creaciones mueren tras unos pocos bocetos, abandonadas por un autor convencido a la larga de estar perdiendo el tiempo y cuyo desánimo lo resignó a abrazar su segura rutina.
Sin embargo, cuando se impone el objetivo de expresarse, dar a conocer un punto de vista y/o ejercitar la creatividad, la meta se hace bastante más cercana. “No hay temas grandes ni temas pequeños. Asuntos sublimes y asuntos triviales – afirma Ernesto Sábato en Querido y Remoto Muchacho (Losada, 1993)-. La misma historia del estudiante pobre que mata a una usurera puede ser una mera crónica policial o Crimen y Castigo”. Sin ser necesariamente profundo o interesante, lo esencial es llevarlo a cabo con convicción.